jueves, 23 de febrero de 2012

El Demiurgo

Ilustración: "The Ancient of days", de William Blake.


El Demiurgo

por Adrián "Pok" Manero 

Sintiéndose solo, la imaginó.
Mas como para Él pensamiento y acción son simultáneos, al imaginarla la creó. La pensó con defectos, pues la perfección se encuentra en los pequeños detalles: el diente ligeramente chueco, las estrías, el lunar de gran tamaño en la parte baja de su espalda, el ligero tic nervioso de llevarse la mano al collar constantemente.
Como el ser humano nunca es lo que es sin su entorno, imaginó un mundo en rededor suyo. Imaginó a su familia, a sus amigos, conocidos, gente que vivía cerca de ella. Y después creó al resto del mundo, los miles de millones de habitantes del nuevo planeta, con todas sus civilizaciones y culturas, sus guerras y decadencias. Al mismo tiempo hizo el orbe mismo, con su vegetación y su fauna, diseñando las intrincadas conectividades que unen cada parte de manera sutil y a veces imperceptible. Creó los elementos, las distintas formas de materia y energía.
Para darle mayor dimensión y propósito a cada una de estas vidas, forjó el resto del universo, con todas sus galaxias y misterios, con la incertidumbre de otras formas de vidas a las cuales tardarían en conocer y la posibilidad de grandeza. También reflejó este nivel de complejidad en la dirección opuesta, trazando un mapa inescrutable de laberintos microscópicos poblados de seres igualmente tenaces. Como es arriba es abajo.
Por último, escribió la historia de su creación, de principio a fin, incluyendo la vida de su amada. Situado desde fuera, El podía contemplar todo el tiempo como un solo momento. Enfocándose en ella, vio simultáneamente su nacimiento, sus años de formación, su felicidad y su tristeza y el momento de su muerte. Con particular gozo compartió con ella sus momentos de gran fe, cuando estuvo más unida a El. Pero también le dio libre albedrío, permitiéndole dudar de su existencia. Como parte de su historia individual, atravesó por momentos oscuros, reclamó con amargura por las pérdidas sufridas y renunció a su Creador. Tuvo muchos amores terrenales y terminó olvidando aquel lazo que sentía con la Divinidad. Su camino la llevó a morir en la edad madura, impidiéndole recuperar la espiritualidad que viene con el ocaso de la vida. En sus últimos momentos, su ser se vio permeado por un sentimiento de añoranza por la inocencia de la infancia, sin saber que ésta misma se derivaba de su relación con Él.
Al final, ella lo amó y lo abandonó, ignorante de que cada hecho en su vida había sido planeado para hacerla lo que fue, de tal modo que el menor ajuste la habría convertido en una persona completamente distinta.
Apartando su atención del novel universo, volvió a centrarse en sí mismo. Permanece inmóvil, rodeado por los otros universos que ha creado, en espera del inexorable regreso de la melancolía.

martes, 14 de febrero de 2012

Maurits Cornelis y la escalera de Möbius.


Rodolfo García Portillo.



 “Debo agregar que el símbolo cíclico dibujado en su espalda le agregaba una pizca de humor a la situación...

...estaba allí, escalando a toda velocidad, de torso desnudo y con una enorme melena danzante y fatídica...

...Maurits Cornelis corría desesperadamente, solitario, hundido en los efectos de la ceguera, un producto de su propia ambición. Las campanadas del reloj en la torre se prestaban como una intermitencia de la luz, que sumergida en la alfombra, chapoteaba arrebatando hilos a los peldaños carmesí de la escalera en espiral. Feroces fantasmas de fauces brillantes, engalanados con prismas de luz negra, pinchaban su corteza, acababan con su piel. El hombre intentaba sacudir  todo aquello que molestaba a su abatido torso, buscando sanar cicatrices de incierta antigüedad. Sus pies no se detenían: cada paso representaba una amenaza para el siguiente. Cuentan los sabios que para él, transitar la escalera de Möbius encarnaba la resurrección.

Corrió sin cesar, dejando a los años colarse por su piel, derritiéndola, anulando su coraza de cuarzo. Imitando sus movimientos con cierto retraso, los fantasmas pausaban su marcha con tal de dejarle ventaja. En ocasiones lo hicieron, burlones, durante periodos hoy remotos. Aquellos lo miraban elevados, con desdén. Sus monóculos plasmáticos y artilugios oscuros, invocaban demonios invisibles que impedían el paso del joven Maurits. Rugiendo alaridos que hacían eco en sus oídos, los fantasmas le lanzaron piedras preciosas. El joven asustado corrió más aprisa, cubriéndose la cara ante la tempestad. La presencia de los fantasmas era ahora inminente. Lo habían alcanzado. La batalla estaba perdida, no tenía caso escalar más...
...fue entonces cuando detuvo su andar. Se hincó con un gesto cansado. Secó el sudor de su frente, se cogió la cabeza y entrelazó los dedos por detrás de su nuca. Su espalda punzante chorreaba dolor escarlata. El hombre se dejó caer, allí, de frente a la escalera aun caliente. Quebrando su propia calma, Maurits Cornelis se echó a reír como un demente hasta que el llanto lo alcanzó. Retiró una lágrima de sus pestañas y la vio resbalar lenta por su dedo. Con un estallido multiforme al llegar contra el piso, aquella lágrima lo hizo comprender...

...su ambiciosa empresa había terminado.”

BUFANDA

-Elena Alvarado.


Afuera el día estaba atroz, el termómetro marca cero grados. Para los demás una chamarra es lo suficiente para salir a sus labores. Para mí era peor que andar desnudo en el Polo Norte.


Comienzo mi ritual: una playera de manga larga, un pantalón ambos térmicos, continuo, con otro de franela, un chaleco de algodón, suéter de lana, una chamarra de plumas de ganso y al final un abrigo grande lo suficiente para poder entrar con las prendas anteriores. Después me pongo dos pares de guantes, un gorro y para terminar una bufanda y estoy listo para salir.


Mis amigos, familia y gente se burlan de mí. En el trabajo todos lucen sus mejores prendas de invierno pero yo parezco retrato siempre lo mismo.


No es mi culpa, no exagero, ni soy paranoico u obsesivo, es sólo que mi termostato esta averiado. Esto me dijo el doctor en mi última visita.


El frío en mi cuerpo es como si me clavaran cientos de alfileres por debajo de la piel. En cada ráfaga del viento estos alfileres se hunden más atravesando por cada músculo, vena, articulación, ligamento y así hasta llegar al hueso.


El dolor es insoportable las cremas, ungüentos y medicamentos analgésicos no ayudan en nada, pero los sigo usando con la esperanza de obtener algún resultado.


No me importa si me da pulmonía o neumonía, sino que este dolor sea para toda la vida.


El noticiero dijo que este sería uno de los inviernos más crudos de la historia de la humanidad.


Anoche el frió era intenso, subí el calentador en su máxima potencia pero, no sirvió, el ruido que genera este aparato sólo sirve para quitar el sueño. Me levante de la cama y fui directo a la ventana para ver la luna, fue en ese momento que le pedí a Dios que me ayudara a no sufrir mas este dolor.


Al la tarde siguiente cuando caminaba de regreso a casa me detuve para cruzar la calle y le pedí a Dios una señal de su amor. Entonces paso una camioneta que en la parte de atrás decía “El amor que Dios te tiene es grande e inmenso”


Llegando a casa junto a la puerta se encontraba una caja blanca. La abrí había una bufanda verde, nada extraordinaria, pero el estambre era raro. Se sentía como una nube ligera y suave, me la puse con las demás prendas. Pero algo paso comenzó a darme calor. Todo mi cuerpo sudaba. Se llenaba de un fuego abrazador con el cual sentí como destruyo cada alfiler.


Ya no sentía dolor en mis huesos. Mi sonrisa iluminó toda mi alma.


Salí a la calle, conforme caminaba me fui quitando mis prendas hasta quedarme en pantalón, playera, tenis y la bufanda verde.


Estaba feliz. Esa noche la ciudad, se cubrió de blanco. Al día siguiente todos evitaban salir a la calle y los que lo hacían ahora usaban mi ritual.



sábado, 4 de febrero de 2012

Corazón por Olimpia Barreiro


Deseaba como nadie tocar el violín, y cuando se agasajaba de conciertos su sonrisa resplandecía.
Justamente el de su director favorito era el que estaba viendo. Tocando la orquesta completa  el “Danubio azul”; no sabía que le gustaban más si las cuerdas, si la mágica voz de los sopranos o tenores, si el piano, si las flautas.
Pero había un sonido que le llamaba la atención mientras abrazaba a su acompañante oía un mejor sonido que jamás había escuchado antes a pesar de que tenía experiencia en la música.
Era una especie de tambor con ciertos silencios, cuando volteo a verlo vio que provenía de el, y que jamás quería que se alejará.

                                                    DEDICADO A ROBERTO GAMA

lunes, 16 de enero de 2012

Ritual


Ritual

por Adrián “Pok” Manero

El fuego arde y consume los objetos que lo representan: el mechón de cabello de su esposa, las fotografías de su hija, las cartas, los rollos de película, sus libros favoritos, su mochila, su cobertor, la rama del árbol en su jardín, sus documentos. La llamarada que se levanta tras agregar este combustible ilumina y calienta la noche en el desierto del Sahara.
            Nunca le había gustado que le leyeran el futuro. Cuando llegaba a toparse con algún vidente o adivinador, le pedía de la manera más atenta que se omitiera de darle cualquier tipo de vaticinio, ya fuera adverso o favorecedor. Se contentaba con enfrentar al futuro un día a la vez, sin anticiparse a las cosas. Definitivamente no era de los que leen la última página antes de terminar, y le molestaba que alguien le revelara el giro en una historia. Fue por eso que reaccionó tan agresivamente ante la pitonisa impertinente que le anunció la fecha de su muerte meses atrás, al grado de haberla arrojado al suelo de un empujón. Tuvo que ser sujetado por sus acompañantes para no abalanzarse sobre ella.
            La noche desértica lo rodea mientras sigue arrojando objetos a la hoguera, quemando con ellos sus memorias. Metódicamente destruye toda evidencia de quien fue, al tiempo que revive una y otra vez la serie de sucesos que lo llevaron hasta donde está ahora.
Recuerda sus intentos de no darle importancia a la premonición. Continuó con sus proyectos y con su vida familiar, pero la sombra del futuro no lo dejaba en paz, oscurecía cada hora que pasaba despierto. Empezó a pelear frecuentemente con su esposa, estaba irritable todo el tiempo y no podía evitar descargar su furia de manera velada sobre ella. Trató de explicarle el temor que inundaba su mente, pero no lo entendió. Le dijo que no podía tomar en serio los delirios de una vieja loca e hizo lo posible por hacerlo sentir mejor. Él sonrió y le dijo que ya estaba bien, pero en el fondo presentía que ya nunca volvería a estarlo.
Las llamas se alzan en la oscuridad, chispas de luz flotan en el aire e interpretan una danza tan frágil e implacable como el destino. Tras reducir a cenizas sus recuerdos, procede a destruir sus pertenencias. Rompe su ropa en jirones y los arroja a la fogata. También sus anteojos, su calzado, su billetera con todo el dinero que le queda, su reloj, su teléfono, su boina.
            Tras unas semanas se tranquilizó un poco y sintió que podría volver a la normalidad. Fue entonces cuando sufrió el micro infarto. En el hospital le dijeron que no era nada grave, que solamente tuviera más cuidado con su dieta y sus actividades, pero él tuvo una revelación: el presagio debía cumplirse. No había otra alternativa. Sabía que su mente no descansaría hasta que la cita fatídica no se concertara y si intentaba postergarla o evitarla sólo empeoraría las cosas. Tenía que aceptar su condición voluntariamente, de lo contrario podría incluso poner en riesgo a sus seres queridos. Le costó trabajo tomar la decisión, pero una vez que lo hizo supo instintivamente que era lo correcto.
Ahora el fuego empieza a menguar, así que lo aviva y pone más  leña. Con las tijeras que cargaba en su mochila corta su largo cabello y lo arroja poco a poco para que también sea absorbido por el ardiente agente de la redención.
Sólo a sus amigos más cercanos y a su mujer les dijo la verdad. Sabía que no lo comprenderían y que intentarían disuadirlo, pero se resignaron al ver su adamante determinación. Su esposa se enojó en un principio y se negaba a hablarle, se encerró en el baño y tal vez hubiera permanecido ahí hasta que él se fuera, pero no podía dejarlo ir sin despedirse. Con lágrimas secas enmarcando su rostro regresó con los demás y permaneció con ellos hasta que el último invitado dejó la casa. Luego miró fijamente a su marido por varios minutos, inmóvil, hasta que se dio media vuelta y fue a su habitación. Acostada en su cama, con los ojos abiertos, escuchó la puerta de la casa cerrarse tras de él.
Mientas el calor acaricia su faz, empuña en su mano derecha el cuchillo y con la izquierda sujeta una larga rama. Empieza a trabajar en ella, cortando las salientes, alisando su superficie. Una tela blanca como lienzo yace a su lado, apenas visible en la oscuridad que parece amenazar con devorarlo a él y apagar la luz que se llevó sus vestigios.
Le fue imposible decir adiós a sus padres. Fue a cenar con ellos pero no tuvo el corazón para decirles lo que se proponía hacer. Les mintió hablando de planes futuros, empresas que nunca verían fruto y que ya había abandonado. Inventó próximos viajes familiares y visitas en los siguientes meses. Simplemente no tuvo la entereza necesaria. Al marcharse, abrazó a cada uno fuertemente, de modo que intuyeron que había algo más motivando esta reunión, pero tampoco ellos se atrevieron a preguntar. Una vez que dejó la casa de su infancia, tomó las pertenencias que había seleccionado cuidadosamente y depositado en su mochila, sacó de ésta el boleto de avión hacia África y se encaminó al aeropuerto.
Por último, retiró la bolsa de hielos de sus genitales y la puso a un lado. Con el bisturí cortó con cautela hasta desprenderse de su hombría. Arrojó su miembro al fuego y con la sangre pintó líneas horizontales en sus mejillas. Tomó el cuchillo, lo calentó en la hoguera y, con la hoja candente, cauterizó la herida en su entrepierna. El dolor le hizo perder el conocimiento y cayó de espaldas frente a la trepidante pira.

Los primeros rayos del sol lo hicieron despertar. Las brasas apenas emitían calor, el fuego había muerto junto con él. Cubrió su cuerpo con la túnica blanca y tomando el báculo que labró la noche anterior comenzó a caminar hacia su porvenir. Ahora que todo aquello que lo identificaba como Carlos había desaparecido, estaba listo para ser alguien más, algo más.

domingo, 1 de enero de 2012

LA CREACIÓN

LA CREACIÓN
Miguel Lupián


La luna colgaba como una naranja madura del cielo inmaculado. Un perro enclenque hurgaba en los restos de la vendimia matutina algo para comer. El viento húmedo y salado agitaba las ramas, casi vencidas por el peso de los cuervos dormidos, del único árbol. Un mariachi caminaba arrastrando su trompeta por el suelo adoquinado de la plazuela.

Hacía horas que, sentado en una silla plegable en medio del kiosco, Euclides contemplaba la escena. Depresión, ira y deformidad se fundían en su rostro. La palabra monstruo retumbaba en su pequeña cabeza. Una piedra angulada de ónix verde apareció en su mano izquierda. La enterró de un solo movimiento en el centro del trígono azul tatuado en su antebrazo derecho. Desgarró el músculo hasta llegar al hueso. Las hormigas se ahogaron en la savia derramada.

Un seco y estruendoso “¡No!” partió la noche acompañado por una ola de calor. El kiosco ardió, el árbol se chamuscó, la trompeta se fundió, el perro desapareció.

Howard se levantó de prisa en busca de un extintor, pero ya sólo quedaban cenizas. Resignado, cogió otra hoja en blanco, la colocó en la máquina de escribir e inició de nuevo.

LLUVIA.



- Elena Alvarado

No supe detenerme esta vez, te pegué hasta que mis puños reventaron de dolor. No es mi culpa, te juro que no. Esta vida de mierda no ayuda en nada. Me ganan los pensamientos, los impulsos, los complejos. No sé pedir perdón. Toca mi cara. El llanto ya traspasó mi piel, por eso tengo tantas
cicatrices. No dudes que te amo, pero tal vez sea hora de que encuentres a
alguien mejor. No la basura que soy.

Fue lo que escribió Iker en la nota que dejó junto a la cafetera. Amada no la vio, tenía el ojo derecho cerrado. Esa noche el meteorológico pronosticó una lluvia poco usual, una en
donde Amada sería feliz por primera vez en la vida. Miró por la ventana esperando se nublara y se apagara el sol. El reloj marcan las seis. Falta una hora para que llegué la bestia.

La masacró por años, con golpes, insultos, groserías, y lo único que supo hacer ella fue quedarse a su lado y serle fiel. Hoy todo cambiará. Los truenos se escucharon. Las primeras gotas empezaron a caer, eran leves, como brisa de ángel. Amada corrió a ponerse el vestido verde olivo que le regaló su madre en su cumpleaños número veinte tres y con el cual parecía una princesa. La lluvia arreció hasta convertirse en una tormenta perfecta. Ella se paró en la puerta de la casa con la mirada fija en dirección a Iker. Éste apareció en su flamante auto rojo, pero al bajarse de éste y poner su pie en el pavimento se percató de que algo raro pasaba. Todo se empezaba a derretir. Corrió a la casa, pero Amada le cerró la puerta. Iker golpeó, suplicó y se humilló para que lo dejara entrar, pero el ácido cubrió su cuerpo y le impidió seguir gritando. El dolor traspasó la piel y los huesos. De él sólo quedó el recuerdo. Eso dijo Amada a todos lo que preguntaban por Iker.


Amaneció, salió de casa con una bolsa hermosa que hacia juego con su vestido. Afuera todo era caos, pero Amada sonrió tan maravilloso que opacó al sol para siempre.