martes, 14 de febrero de 2012

Maurits Cornelis y la escalera de Möbius.


Rodolfo García Portillo.



 “Debo agregar que el símbolo cíclico dibujado en su espalda le agregaba una pizca de humor a la situación...

...estaba allí, escalando a toda velocidad, de torso desnudo y con una enorme melena danzante y fatídica...

...Maurits Cornelis corría desesperadamente, solitario, hundido en los efectos de la ceguera, un producto de su propia ambición. Las campanadas del reloj en la torre se prestaban como una intermitencia de la luz, que sumergida en la alfombra, chapoteaba arrebatando hilos a los peldaños carmesí de la escalera en espiral. Feroces fantasmas de fauces brillantes, engalanados con prismas de luz negra, pinchaban su corteza, acababan con su piel. El hombre intentaba sacudir  todo aquello que molestaba a su abatido torso, buscando sanar cicatrices de incierta antigüedad. Sus pies no se detenían: cada paso representaba una amenaza para el siguiente. Cuentan los sabios que para él, transitar la escalera de Möbius encarnaba la resurrección.

Corrió sin cesar, dejando a los años colarse por su piel, derritiéndola, anulando su coraza de cuarzo. Imitando sus movimientos con cierto retraso, los fantasmas pausaban su marcha con tal de dejarle ventaja. En ocasiones lo hicieron, burlones, durante periodos hoy remotos. Aquellos lo miraban elevados, con desdén. Sus monóculos plasmáticos y artilugios oscuros, invocaban demonios invisibles que impedían el paso del joven Maurits. Rugiendo alaridos que hacían eco en sus oídos, los fantasmas le lanzaron piedras preciosas. El joven asustado corrió más aprisa, cubriéndose la cara ante la tempestad. La presencia de los fantasmas era ahora inminente. Lo habían alcanzado. La batalla estaba perdida, no tenía caso escalar más...
...fue entonces cuando detuvo su andar. Se hincó con un gesto cansado. Secó el sudor de su frente, se cogió la cabeza y entrelazó los dedos por detrás de su nuca. Su espalda punzante chorreaba dolor escarlata. El hombre se dejó caer, allí, de frente a la escalera aun caliente. Quebrando su propia calma, Maurits Cornelis se echó a reír como un demente hasta que el llanto lo alcanzó. Retiró una lágrima de sus pestañas y la vio resbalar lenta por su dedo. Con un estallido multiforme al llegar contra el piso, aquella lágrima lo hizo comprender...

...su ambiciosa empresa había terminado.”

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