lunes, 16 de enero de 2012

Ritual


Ritual

por Adrián “Pok” Manero

El fuego arde y consume los objetos que lo representan: el mechón de cabello de su esposa, las fotografías de su hija, las cartas, los rollos de película, sus libros favoritos, su mochila, su cobertor, la rama del árbol en su jardín, sus documentos. La llamarada que se levanta tras agregar este combustible ilumina y calienta la noche en el desierto del Sahara.
            Nunca le había gustado que le leyeran el futuro. Cuando llegaba a toparse con algún vidente o adivinador, le pedía de la manera más atenta que se omitiera de darle cualquier tipo de vaticinio, ya fuera adverso o favorecedor. Se contentaba con enfrentar al futuro un día a la vez, sin anticiparse a las cosas. Definitivamente no era de los que leen la última página antes de terminar, y le molestaba que alguien le revelara el giro en una historia. Fue por eso que reaccionó tan agresivamente ante la pitonisa impertinente que le anunció la fecha de su muerte meses atrás, al grado de haberla arrojado al suelo de un empujón. Tuvo que ser sujetado por sus acompañantes para no abalanzarse sobre ella.
            La noche desértica lo rodea mientras sigue arrojando objetos a la hoguera, quemando con ellos sus memorias. Metódicamente destruye toda evidencia de quien fue, al tiempo que revive una y otra vez la serie de sucesos que lo llevaron hasta donde está ahora.
Recuerda sus intentos de no darle importancia a la premonición. Continuó con sus proyectos y con su vida familiar, pero la sombra del futuro no lo dejaba en paz, oscurecía cada hora que pasaba despierto. Empezó a pelear frecuentemente con su esposa, estaba irritable todo el tiempo y no podía evitar descargar su furia de manera velada sobre ella. Trató de explicarle el temor que inundaba su mente, pero no lo entendió. Le dijo que no podía tomar en serio los delirios de una vieja loca e hizo lo posible por hacerlo sentir mejor. Él sonrió y le dijo que ya estaba bien, pero en el fondo presentía que ya nunca volvería a estarlo.
Las llamas se alzan en la oscuridad, chispas de luz flotan en el aire e interpretan una danza tan frágil e implacable como el destino. Tras reducir a cenizas sus recuerdos, procede a destruir sus pertenencias. Rompe su ropa en jirones y los arroja a la fogata. También sus anteojos, su calzado, su billetera con todo el dinero que le queda, su reloj, su teléfono, su boina.
            Tras unas semanas se tranquilizó un poco y sintió que podría volver a la normalidad. Fue entonces cuando sufrió el micro infarto. En el hospital le dijeron que no era nada grave, que solamente tuviera más cuidado con su dieta y sus actividades, pero él tuvo una revelación: el presagio debía cumplirse. No había otra alternativa. Sabía que su mente no descansaría hasta que la cita fatídica no se concertara y si intentaba postergarla o evitarla sólo empeoraría las cosas. Tenía que aceptar su condición voluntariamente, de lo contrario podría incluso poner en riesgo a sus seres queridos. Le costó trabajo tomar la decisión, pero una vez que lo hizo supo instintivamente que era lo correcto.
Ahora el fuego empieza a menguar, así que lo aviva y pone más  leña. Con las tijeras que cargaba en su mochila corta su largo cabello y lo arroja poco a poco para que también sea absorbido por el ardiente agente de la redención.
Sólo a sus amigos más cercanos y a su mujer les dijo la verdad. Sabía que no lo comprenderían y que intentarían disuadirlo, pero se resignaron al ver su adamante determinación. Su esposa se enojó en un principio y se negaba a hablarle, se encerró en el baño y tal vez hubiera permanecido ahí hasta que él se fuera, pero no podía dejarlo ir sin despedirse. Con lágrimas secas enmarcando su rostro regresó con los demás y permaneció con ellos hasta que el último invitado dejó la casa. Luego miró fijamente a su marido por varios minutos, inmóvil, hasta que se dio media vuelta y fue a su habitación. Acostada en su cama, con los ojos abiertos, escuchó la puerta de la casa cerrarse tras de él.
Mientas el calor acaricia su faz, empuña en su mano derecha el cuchillo y con la izquierda sujeta una larga rama. Empieza a trabajar en ella, cortando las salientes, alisando su superficie. Una tela blanca como lienzo yace a su lado, apenas visible en la oscuridad que parece amenazar con devorarlo a él y apagar la luz que se llevó sus vestigios.
Le fue imposible decir adiós a sus padres. Fue a cenar con ellos pero no tuvo el corazón para decirles lo que se proponía hacer. Les mintió hablando de planes futuros, empresas que nunca verían fruto y que ya había abandonado. Inventó próximos viajes familiares y visitas en los siguientes meses. Simplemente no tuvo la entereza necesaria. Al marcharse, abrazó a cada uno fuertemente, de modo que intuyeron que había algo más motivando esta reunión, pero tampoco ellos se atrevieron a preguntar. Una vez que dejó la casa de su infancia, tomó las pertenencias que había seleccionado cuidadosamente y depositado en su mochila, sacó de ésta el boleto de avión hacia África y se encaminó al aeropuerto.
Por último, retiró la bolsa de hielos de sus genitales y la puso a un lado. Con el bisturí cortó con cautela hasta desprenderse de su hombría. Arrojó su miembro al fuego y con la sangre pintó líneas horizontales en sus mejillas. Tomó el cuchillo, lo calentó en la hoguera y, con la hoja candente, cauterizó la herida en su entrepierna. El dolor le hizo perder el conocimiento y cayó de espaldas frente a la trepidante pira.

Los primeros rayos del sol lo hicieron despertar. Las brasas apenas emitían calor, el fuego había muerto junto con él. Cubrió su cuerpo con la túnica blanca y tomando el báculo que labró la noche anterior comenzó a caminar hacia su porvenir. Ahora que todo aquello que lo identificaba como Carlos había desaparecido, estaba listo para ser alguien más, algo más.

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